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Podríamos tanto que nos rompimos

La nueva temporada de Black Mirror no llega a advertir nada. No lo necesita. Ya no trata de anticipar posibles futuros, ni crear mundos alternativos. Simplemente coloque en la pantalla lo que ya somos. Lo que hemos estado tolerando. Lo que decidimos ignorar. Y esa es su jugada más inteligente: dejar de jugar al futurismo para convertirse en un espejo. Negro, agudo, incómodo. Como debería ser.

Los capítulos de esta séptima entrega no buscan el impacto inmediato de un giro tecnológico de la trama. Eligen otra forma. Un más lento, más emocional, más pegajoso. El miedo ya no está en el dispositivo que se vuelve contra ti, sino en la naturalización de los enlaces que están digitalizados, de recuerdos editados, de relaciones que se simulan. Lo inquietante no es lo que podría pasar. Lo inquietante es que todo lo que sucede ya parece haber sucedido. Lo reconocemos. Nos reconocemos a nosotros mismos.

El fascinante, ya incómodo, de esta temporada es que no apoya tanto el artificio, sino en el humano. En la angustia que aparece cuando un recuerdo deja de ser confiable. En la tensión de ver cómo alguien construye una pareja ideal con piezas de datos extranjeras. Con la certeza de que, si hubiera esa tecnología, más de uno la usaría sin dudarlo. Por amor. Por dolor. Por necesidad. O por simple impulso.

Estos no les gustan los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Es por eso que molesta a quienes creen que son los dueños de la verdad.

Es nuestra dificultad para aceptar finales, tener la última palabra, incluso sobre lo que no tiene respuesta “

En este punto, Black Mirror ya no necesita criar hipótesis extremas para molestarnos. Nos llega a mostrarnos el deseo de controlar la narrativa, intervenir el pasado, prolongar eslabones que ya no existen. Y eso no habla de un futuro distópico: habla de nosotros. De nuestra dificultad para aceptar finales. De nuestra obsesión por tener la última palabra, incluso sobre lo que no tiene respuesta.

Podríamos tanto en digital, que olvidamos cómo se siente mirarnos sin un filtro “

Ya no nos enfrentamos a una serie que inventa escenarios. Nos enfrentamos a una serie que diagnostica. Eso requiere lo que hacemos todos los días: editar un carrete, eliminar un chat, guardar un audio que no escuchemos nuevamente y ponerlo en el escenario. Sin exageración. Sin efectos especiales. Con la incómoda precisión de quién sabe que la tecnología más peligrosa es la que se cuesta sin ser notado.

La droga digital destruye la subjetividad

Porque la tecnología no reemplaza la emoción. Pero lo maneja. Modelo. La encapsule. Reconfiguración. Y lo hace tan bien, que dejamos de notar el cambio. Parece normal mantener una conversación como un archivo afectivo. Parece razonable preguntarle a una aplicación que nos recuerde qué le queda alguien que ya no es. Nos acostumbramos a sentirnos con intermediarios. Vivir con amortiguadores. Amar con la interfaz.

Black Mirror ya no propone imaginar. Nos propone recordar. Y eso es, en esta séptima temporada, la más siniestra. Porque enfrentamos lo que ya producimos: el tiempo para procesar. La posibilidad de perder sin apoyo. La experiencia de cometer errores sin ser grabados. Especificamos tanto digital, que olvidamos cómo se siente mirarnos sin filtro.

No es que la tecnología nos haya derrotado. Es que, en algún momento, dejamos de hacer preguntas. Dejamos de resistirnos. Dejamos de decir “hasta aquí”. Y allí, en esa entrega silenciosa, comenzó el verdadero capítulo de terror. Uno que no necesita pantallas o cascos u inteligencias artificiales omnipotentes. Solo necesitamos continuar desplazándonos.

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