Cuando la política se convirtió en una transmisión

En este cierre de Lista, la escena política comienza a verse cada vez más a una cuadrícula de un canal de transmisión. No importa tanto lo que se dice, sino cómo se ve. El programa no interesa tanto, sino el personaje. No es elegido por ideales, sino por clips. La política dejó de ser una herramienta de transformación para ser más contenido en la línea de tiempo de una audiencia anestesiada.
Guy Debord lo advirtió en The Entertainment Society: la vida pública se convierte en representación, y la representación reemplaza la experiencia. Hoy, la política ya no necesita actos masivos o debates profundos. Le alcanza con un viral. Con un marco. Con una historia con subtítulos amarillos y emojis que indican cuándo reír.
El algoritmo no milita. Pero recompensa. Y recompensa qué ganchos, qué ultrajes, que excita en cinco segundos. No hay espacio para los matices. No hay recompensa por la duda. En ese nuevo ecosistema, los líderes no se construyen: se editan. Un político no necesita un discurso, necesita un buen editor de Tiktok. Un operador, no de la prensa, sino carretes.
Estos no les gustan los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Es por eso que molesta a quienes creen que son los dueños de la verdad.
En este modelo, el electorado ya no es un tema político: es una audiencia. Cansado, disperso, pero siempre disponible. Y mientras los “contenidos” se siguen entre sí, como en una lista de reproducción interminable, olvidamos que detrás de ese programa hay decisiones reales. Políticas públicas que no admiten deslizar. Ciudades que no pueden detenerse. Vidas que no tienen botón “nervioso”.
De la tecnología hemos estado advirtiendo durante mucho tiempo que lo que consumimos nos consume. Que cada formato moldea su mensaje, y también la forma en que participamos. Si el lenguaje político se adapta a las redes, no solo estamos cambiando la estética: estamos rediseñando los antecedentes. Y ahí es donde todo está en peligro.
En esta nueva liturgia algorítmica, el carisma es medible en porcentaje de retención. El momento, en cantidad de acciones. Las campañas ya no se piensan en términos de ideas, sino de ideas de marketing. Y la participación ciudadana, que debería ser incómoda y transformadora, se convierte en solo una reacción de emoji.
La paradoja es que, mientras se multiplica la conectividad, la conversación se elimina. Lo que debería ser el diálogo se convierte en estímulo. Y el estímulo, cada vez más corto. Ya no debatemos: reaccionamos. Ya no pensamos juntos: nos escabullimos solos. Jean Baudrillard escribió que vivimos en la era de la “simulación”, donde lo real es reemplazado por su representación. Hoy, la política no simula: simula interés.
Lo más preocupante es que ni siquiera nos parece extraño. Nos acostumbramos a. La espectacularización ya no es una excepción: es el terreno natural. Como dijo Neil Postman, nos estamos divirtiendo hasta que muramos “. Y tal vez la política no murió, pero se redujo para destacar. A un Zocalo. A un meme.
Y sin darnos cuenta, ya no participamos en el sistema democrático: lo vemos como si fuera una serie. Esperando que algo nos sorprenda. Alguien nos mueve. Pero sin involucrarse. Porque la participación no Rankea. No hay gustos no agrega. No monetiza.
La pregunta no es cuánto más puede soportar la democracia en este formato. La pregunta es si todavía estamos interesados en dejar el bucle.
Lo que era una herramienta de representación terminó convirtiéndose en un espejo deformado de viralidad. El político que no actúa desaparece. El que no produce compromiso, desaparece. La política se convirtió en una transmisión. Y nosotros, la audiencia cautiva.
El problema no es que haya espectáculo. El problema es que nadie recuerda que era solo el anterior.
* Autor y diseminador. Especialista en tecnologías emergentes.